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VOLVIENDO A MIRAR LA CATEDRAL May 20, 2009

Posted by Revista Vamos in Arte, Cultura, Historia, Lugares, Patrimonio.
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Esta es una invitación a visitar una de las construcciones más significativas de Santa Cruz, porque más allá de la fe que se respira al ingresar por sus puertas, la Basílica Menor de San Lorenzo Mártir cobija entre sus paredes cientos de años de historia, arte, arquitectura y religión. No pasemos de largo.

Texto: Paola Iporre Kalteis

Fotos: Andrés Unterladstaetter

La vemos fotografiada en libros, en revistas, en Internet y en cuanto video sobre Santa Cruz que se pasa por la tele. Sin embargo, cuántas habrán sido las veces que pasamos por su delante y casi ni la miramos. Por el apuro, por la costumbre o por alguna extraña apatía, muchas veces pasamos de largo como si fuera invisible. Pero está ahí, toda iluminada -ya sea por el brillo del sol o las luces de la noche-,  inmóvil, tranquila, inmensa. A veces ni siquiera somos capaces de escuchar su canto cada quince minutos, cuando se dirige a nosotros para darnos la hora e invitarnos a pasar.

Pero si tomamos un poco de nuestro tiempo y volcamos la mirada hacia ella con algo más de atención que de costumbre, podremos asombrarnos con los tesoros que guarda entre sus paredes y que cuida con tanto recelo. ¿Te animás a dar un paseo con ojos de turista por esta monumental obra que se luce en el corazón mismo de la ciudad?

Recorriendo su historia

Al entrar por sus puertas uno deja atrás el bullicio de la gente y del tráfico para enfrentarse a un leve murmullo de plegarias: ya sea de rodillas en los banquillos, de pie ante el Altar Mayor o frente a una imagen representativa de algún Santo, las personas expresan su fe con toda devoción. Pero es con un recorrido minucioso que la riqueza artística, cultural e histórica de la Basílica Menor de San Lorenzo Mártir se muestra ante nuestros ojos; no por nada fue declarada Patrimonio Histórico y Cultural del Departamento y de Bolivia.

Si recorremos su historia así como lo hacemos por sus pasillos, encontraremos que la construcción del templo estuvo llena de avatares: modificaciones, ampliaciones o simplemente largos periodos de inactividad, marcaron su edificación. ¿Sabías que las torres de la Catedral permanecieron inconclusas por más de 30 años?, ¿o que su exterior se conservó con revoque de cal y arena por 20?

Detalles así se pueden encontrar husmeando un poco en algunos libros sobre arquitectura o en el que escribió el Monseñor Carlos Gericke en 1991, llamado ‘Nuestra Catedral’. En él relató por ejemplo que en el lugar donde se encuentra la actual Catedral Metropolitana existieron previamente otras construcciones consideradas catedrales, pero sobre las que el tiempo y la precariedad de los materiales cobraron factura.

Cuenta que en 1838, durante la presidencia de Andrés de Santa Cruz y la gestión prefectural de José Miguel de Velasco, se decidió llevar adelante la demolición de toda obra que se hubiera instalado en aquel lugar y dar pie a la construcción de una catedral digna y duradera para los cruceños. Su planificación se encomendó al arquitecto francés Phillippe Bertrés. “Para proveerla de fondos se ordenó que el dinero de la fábrica (diezmos y primicias que pagaba el pueblo a la Iglesia) pasase al tesoro de la obra”, señala Gericke en su libro, y añade que el entonces presidente de la República ordenó también que toda la plata labrada de la Catedral pasase en depósito al Banco de Potosí para convertirla en moneda a favor de la obra (aunque no consta que eso se haya cumplido).

El arquitecto Víctor Hugo Limpias también hace referencias de la construcción de esta monumental  obra en su libro ‘Santa Cruz de la Sierra: Arquitectura y Urbanismo’. Allí señala que fue con la inestabilidad política del país y las dificultades económicas que se presentaron a la par, que la conclusión de la obra se tornó imposible, ya que la gran escala de la iglesia no guardaba relación con las posibilidades financieras de los cruceños. “Por último, la precipitada salida del país de Bertrés en 1843 (que había llegado a Bolivia huyendo desde Buenos Aires de una dictadura) dejó los muros a menos de 5 metros”, expone Limpias.

A partir de 1845, obispos y maestros de obra con el apoyo incondicional de la población, trasladaron personalmente, ladrillo por ladrillo, el material para continuar levantando la descomunal iglesia. Según se cuenta, el trayecto con el material a cuestas se realizaba en procesión en compañía de la imagen de San Lorenzo y al son de bandas que alegraban el recorrido. Sin embargo, el progreso no fue mucho.

Varias décadas tuvieron que pasar para que la construcción se retome seriamente. El mayor impulso llegó de manos del Monseñor José Belisario Santistevan, que desde 1904 buscó financiamiento. Para ello organizó una Junta Impulsora y él mismo viajó captando donaciones. El trabajo se reinició bajo la dirección del constructor francés León Mousnier, y el esfuerzo esta vez fue constante y no faltaron fondos gracias al auge gomero de la época.

La consagración de la iglesia fue el 18 de agosto de 1915, el mismo día del aniversario de nacimiento de Santistevan y luego de tres días de solemnes ceremonias.

El diseño original de Bertrés se respetó en gran medida pero hasta 1945 se desarrollaron importantes modificaciones, como una significativa ampliación de la superficie total del templo. Siendo finalmente una obra de carácter ecléctico, de espíritu neoclásico, con elementos del barroco europeo y americano.

Treinta años después de su consagración, se decidió terminar los campanarios y revocar los muros exteriores. Pero al no encontrar los planos originales, el constructor Bruno Román dio sus propias soluciones en base a la construcción existente. El italiano Víctor Querzolo fue quien levantó los campanarios según el diseño de Bruno y aplicó el respectivo revoque de cal y arena a todo el exterior, entregando la obra en 1948.

Entre 1968 y 1980, durante las restauraciones, se descubrió que el impacto provocado por el ladrillo expuesto era impresionante, por lo que se decidió dejar la iglesia sin el revoque.

Recorriendo su interior

Hoy en día, la Basílica Menor de San Lorenzo Mártir recibe a cientos de feligreses que cada semana asisten con gran devoción. Allí encuentran no sólo la tranquilidad y el refugio espiritual que buscan, sino un museo completo que cuenta la historia de Santa Cruz. Tiene varias reparticiones, como la sacristía, el presbiterio, la capilla del santísimo sacramento, la capilla del santo sepulcro, varios confesionarios y por supuesto el Altar de San Lorenzo Mártir.

Al fondo, casi como olvidado, se encuentra el espacio más rico del templo donde se guardan sus más grandes tesoros: el museo de Arte Sacro, fundado en 1983 por el Monseñor Carlos Gericke.

Con sus cuatro salas, el museo catedralicio nos lleva a través del tiempo a conocer y palpar una herencia invalorable, según nos explica su directora y guía, Ana Suárez de Terceros.

“Visitar el museo de la catedral es empaparse en la historia de Santa Cruz, porque él encierra cuatrocientos años de la cultura religiosa cruceña en la que intervino la mano de los jesuitas”, señala.

El Museo Catedralicio tiene bajo su cuidado una colección de arte sacro dividido en cuatro salas: tallados en madera, ornamentos litúrgicos, platería y pinacoteca. Entre los elementos más valiosos se encuentra una custodia de plata del año 1603, un sagrario de pelícano y la casulla que el papa Juan Pablo II dejó cuando visitó Santa Cruz en mayo de 1988, entre muchos otros.

Además, se puede visitar el Archivo Histórico que guarda documentación que abarca la historia de Santa Cruz desde 1602 hasta 1945.

La torre del reloj

Dos torres de 40 metros se imponen en la fachada de la Catedral, pero sólo una marca el paso del tiempo: con melodiosas campanadas nos señala cada cuarto de hora y con un poco más de fuerza y vigor nos anuncia una nueva hora en punto.

¿No se te antoja escuchar una de esas campanadas retumbando en tus oídos? Fácil, sólo tenés que subir ciento veintiséis escalones hasta el último piso del mirador -tiene tres niveles- y esperar un par de minutos (mientras te recobras del mareo ocasionado por el ascenso en caracol). Al llegar hasta lo más alto lo primero que se ve es un enorme y antiguo aparato de mecanismo extravagante enmarcado en una caja de madera y vidrio con una pequeña inscripción que dice: “Donativo de Zeller, Mozer y Cia. 1940”, haciendo referencia a una de las firmas de origen alemán que monopolizó el comercio por las zonas de explotación gomera.

Más abajo otro letrero anuncia que fue reacondicionado en noviembre de 1995 durante la gestión municipal de Percy Fernández, por el relojero Rómulo Rivero. Desde entonces sólo requiere de mantenimientos esporádicos, mientras un pequeño aviso improvisado pegado en la pared solicita a las manos traviesas ‘no tocar el mecanismo del reloj’.

La otra torre de la catedral se erige silenciosa y casi abandonada: cerrada por mal estado de sus escaleras, todavía espera que alguien le done un reloj, y sus campanas solo suenan una vez al año, en Viernes Santo, o por algún acontecimiento especial.

Salas del museo

Tallados en madera

Resalta el barroco con la pericia de las manos indígenas de la época. Se destaca el púlpito, los trípticos, varios medallones tallados y el cuadro de Santiago Matamoros de Adalberto Martereer S.J., que en 1995 se expuso en Santiago de Compostela (España) y en 2006 en la muestra itinerante ‘Las artes de América Latina 1492-1820’.

Ornamentos litúrgicos

Muestra el trabajo artesanal de nuestra gente en capas pluviales, casullas, dalmáticas, estolas, manípulas, paños y cubre cáliz, con bordados en relieve de acuerdo a la liturgia de la época. Las telas y los elementos secundarios (hilos de oro y plata, seda y encajes) eran importados.

Platería

Esta sala guarda la riqueza de la Catedral en plata repujada, cincelada y martillada trabajada por artesanos de las misiones jesuíticas y de la ciudad. La plata era traída desde Potosí y según las crónicas varios plateros que se habían asentado trabajaron la plata para la catedral, las capillas y para las familias de tradición.

Galería de Obispos y joyas

Esta sala encierra los cuadros de los obispos que gobernaron la diócesis cruceña y de Santa Jesuitas. Entre las joyas destacan los pectorales de oro con incrustaciones de piedras preciosas, medallas conmemorativas, coronas, llaves de tabernáculo, anillos episcopales y un precioso cáliz de oro macizo repujado.

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